El tiempo y la distancia nos permiten ver también al poeta desprendido de su leyenda que, aunque pueda engrandecer su legado, encorseta inevitablemente su obra. Hoy sabemos que aquel retrato del bohemio pobre y casi sin estudios que logra abrirse paso en aquel convulso Madrid, simplifica en exceso la circunstancia de Miguel Hernández: que fue la de una vida austera -ayudado económicamente por amigos como Aleixandre-, pero también la de un hombre que estuvo escolarizado 10 años, y que más tarde ensanchó su formación con horas y horas de lecturas y estudios, hasta convertirse en el Miguel Hernández capaz de disipar en unos pocos versos cualquier estereotipo.
Lo mejor de una conmemoración como la que ahora festejamos es que nos permite profundizar en su obra, y también desterrar algunos mitos, como el de su improvisación: Miguel Hernández no era un intelectual al uso cuando aterrizó en las tertulias madrileñas, pero su rudo aspecto exterior sembró inexactitudes sobre su formación: su obra y su prodigiosa evolución es fruto de un esfuerzo continuado por formarse en el arte de la composición de poemas y por empaparse de lo mejor de la literatura española. Sólo así se entiende la intensidad con la que pasó de ser un aprendiz de poeta, que firmaba inspirados versos desde su huerta, a convertirse en uno de los más grandes de su tiempo, quedando su trayectoria tristemente interrumpida por aquella dolorosa muerte, cuando se encontraba en el momento más inspirado y prometedor de su carrera.
Se ha dicho de él que fue cantor de penas y penurias. Sin embargo, lo que asoma en cada rincón de Miguel Hernández es pura genialidad; para la tristeza sí, pero también para la euforia o para el ingenio. Asombrado se quedó Ramón Sijé -aquél que se le "moriría como del rayo"- al recibir una carta suya desde Madrid, adonde Miguel Hernández había llegado para labrarse un futuro en las letras, y descubrir entre sus párrafos la solemne confesión de quien estaba llamado a hacer de los versos su vida: "Ahora, si no fuera por la poesía y el dinero, sería feliz". Una felicidad que -matizaba después- surgía de la cantidad de horas de lectura en la Biblioteca Nacional que su nueva vida madrileña le permitía. Tal era el genio del personaje: leer a otros autores le entusiasmaba de tal manera que llegaba a olvidarse de que debía escribir para ganarse la vida.
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